Eso mismo nos pasa.
Vamos a una ciudad, trabajamos en su Feria del Libro, en sus escuelas, realizamos algún proyecto que nos requiere ocho, diez o doce horas. Acabamos exhaustos y al día siguiente, antes del amanecer, hay que enlazarse a radio, hablar de lo realizado y estar pendiente.
Y nuevamente dar todo en el escenario, en talleres, en un texto e incluso en una propuesta para más trabajo.
Y así se vive. No se gana ni se pierde. No hay mediación económica en este asunto. Porque si esperamos a que paguen lo que hacemos nos quedaremos como la mayoría: "entrenando", "ensayando" y con las ganas perennes de dar un paso hacia el público.
Así que no importa si el cierre de un viaje se junta al día siguiente con el arranque de otro proyecto. Ahí vamos como juglares abriendo caminos, compartiendo el andar y todo bien.
Pero de pronto hay que detenerse.
No hay viaje.
Aparecen los domingos, los lunes. Aparecen las cuentas, ordenar nuevos rumbos. Bajar un cambio o dos o tres, bajar por salud y por necesidad. Entonces el cuerpo comienza a doler y la mente va muy rápido.
Es necesario reunirse con amigos y hablar tonterías, charlar todo lo posible y si es posible comer con mucha calma, beber un poco y hacer el bobo. Pero nunca es demasiado tiempo y unas horas más tarde la mente viaja al mismo ritmo que el auto en el camino y entonces aparecen las letras.
Hay que hacer proyectos, cerrar otros, charlar con amigos y echar palante todo lo que fue quedando atrás.
Ideas como vacaciones, descanso y demás las dejamos para otras estructuras de pensamiento, para otras formas de vida. Y no es queja, sólo que bajar un cambio cuesta y, a veces, mucho.
Foto: Aníbal del Rey Alvarado |