Escribir con rabia, no con corajes ni resentimientos vacíos.
Escribir para mostrarse, no la máscara, no el afán absurdo de pertenecer a un círculo ínfimo de pretensiosos, dejar ver el "símismo".
Escribir para compartir estos únicos ojos que ven cuando los agentes vestidos de civil llaman a sus centros de control.
Escribir para decir que no les creo, que no quiero ser comprado, ni vendido, ni ofrecido, ni dejado, porque escribir es mi otra manera de estar en el mundo.
Escribir porque las películas y la tele, la internet y las series son siempre la misma historia disfrazada.
Escribir porque en estas letras hay más vida que en el andar zombi de tantos y tantos seres que respiran, miran la tele, compran lo que ven en la tele, respiran, meten a sus bocas la droga que han visto en la tele y siguen mirando la tele para vivir imitándola.
Escribir porque amo mi andar, porque no soy un artista de la palabra sino un creador como cualquier otro que va sembrando sueños e ideas por aquí y por allá.
Escribir para descubrir una manera, una forma diferente de fluir y no meter mis palabras en otra caja china, en un envase más, en una estructura prestablecidamente estética y perfectamente asible.
Escribir para seguir creyendo que es posible respirar de otro modo, que aún hay más formas de generar un discurso y, por ende, una identidad, una manera de ser y permanecer en algún plano de realidad.
Escribir para generar realidades posibles, no sólo matizar y cambiar fotografías como en photoshop sino crear nuevas maneras de mostrar la imagen.
Escribir porque de madrugada, cuando termino de ver la misma película de siempre, mientras mi familia duerme, necesito decir: no les creo a sus post en facebook, la máscara está tan encarnada que al final sólo hay impostura y vacío.
Yo escribo hoy, como hace años, escuchando caer la lluvia, mirando pasar a los nocturnos, huyendo del sueño o supliéndolo por letras.
Escribo para escuchar el sonido de mis dedos en el teclado, extrañando el golpeteo de mi olivetti, reconciliado con la gente querida porque ahora puedo escribir en una tablet sin hacer ruido.
Y sigo escribiendo porque en estas noches, en que no puedo dormir porque mi cuerpo no se cansó tanto como los días anteriores, me ganan las ansias y quiero extender mis brazos hasta tus ojos para mirarte y agradecerte que me dejes entrar en tu casa, en tu andar y en tus días, sea con un cuento, con un texto, con un malabar o, simplemente, con el atisbo de una sonrisa.
Escribir como respirar, a veces pleno y otras con todo o gripa, escribir entonces para vivir, como contar y hablar, como viajar y conducir, como comer o comprar, como el virus llamado cultura que respiramos pasivamente, como analgésico, relajante o antibiótico. Pero mejor no, mejor escribir para auscultar y determinar, poco a poco, cual es la propia enfermedad
11/20/2013
11/04/2013
¿Cuánto y cuánto más arranca con una gota de sangre derramada?
La violencia desmedida en los últimos años se ha convertido
en el escenario cotidiano de México. No entendemos bien a bien en qué momento
comenzó, ni de qué forma las calles, las carreteras, los negocios y a menudo
nuestros barrios se llenaron de uniformados diversos, encapuchados o
simplemente tipos grandes y rudos portando armas largas. No puedo hablar de sus
rostros, porque si van al descubierto es imposible sostener la mirada, el
cuerpo entero se estremece y uno elige mirar a otro lado.
Porque las pistolas, metralletas, fusiles y demás tienen una
única función. Las armas únicamente sirven para matar, para acabar con la vida
de otro. No sirven para cuidar, ni salvaguardar, no sirven para otra cosa más
que para disparar y cada bala, cada disparo está diseñado para lastimar a un
ser viviente y, de preferencia, acabar con él.
Sin embargo, el negocio de la muerte y las armas no es sólo
para quien las elabora y vende, las compra, las usa o echa mano de ellas para
amedrentar a otros. El negocio de las armas va más allá, porque su existencia
genera violencia y con ella una forma de vivir, un imaginario completo y un
mundo nuevo, con sus estructuras y maneras.
La primera vez que vi a centenares de uniformados con armas
largas apuntando hacia la gente fue en Xalapa, una tranquila ciudad de
provincia, habrá sido por 2006 cuando se soltó el rumor de que habría una
golpiza pública contra los “Darks”. Nunca había visto uno de esos, pero
circularon incitaciones para todos los chicos de secundaria y preparatoria por
internet, celulares y mediante pequeñas fotocopias que nadie sabía bien a bien
quién repartía ni de dónde venían.
El viernes por la tarde, todo el parque central estaba
rodeado de camionetas de policías con armas largas que apuntaban a cualquier
persona que se acercara.
Al mismo tiempo, en pueblos cercanos detuvieron a varios
chicos.
Y así comenzó, como una broma, como una supuesta golpiza de imaginarios
grupos de jóvenes. Y luego no fue más que cotidiano ver armas largas en manos
de gente encapuchada, escuchar tronidos por acá o por allá, saber que algún ex
compañero de escuela desapareció, escuchar rumores y ver camionetas, tanques y
demás como parte del paisaje de una ciudad.
Llevábamos años y años de ver en la mayor parte de las
películas pistolas y armas, de mirar en la televisión armas para darle fuerza a
las escenas. Guerras donde la supuesta supremacía dependía por entero de las
armas, fue una campaña enorme para hacer de las armas un objeto cotidiano, no
sólo para soldados y gente violenta, sino para que los niños jugaran con ellas,
las pidieran en navidad y cosas como el gotcha se vendieran como diversión en
pleno.
Ahora nadie se detiene ni un segundo a reflexionar acerca de
la violencia y las armas, al prender la tele aparecen imágenes de asesinatos,
de gente armada; en el internet; en los video juegos y en nuestra vida
cotidiana. Más cerca aún, centenares de escuelas públicas mexicanas reciben con
beneplácito a diario camionetas con hombres uniformados y armados. Así,
diariamente nuestros hijos (niños y jóvenes) se relacionan con esos objetos,
con esos sujetos y con esas acciones que, por ahora, se omiten.
Supe que mi compañera estaba embarazada en un retén de la
marina. Cuando entrábamos a un pueblo y nos detuvieron encapuchados, fue justo
en el momento en que uno de ellos le apuntó cuando pude mirar cómo su cuerpo se
enconchaba en el asiento, cómo protegía su vientre. Al día siguiente una prueba
casera nos lo comprobó, pero yo lo sabía, su cuerpo lo develó.
Más que el cómo llegamos a esto, mi preocupación es ¿por
qué? No sé exactamente quién gana de la política del miedo, de la producción
sistemática de violencia. Sé que hay un auge enorme de libros que hablan de
eso, sé que la mayor parte de la televisión y el cine que se producen usa las
armas y la violencia como eje, tema o, al menos, paisaje. Sé que yo mismo me
enfrento al problema de escribir sobre violencia y, con ello, seguir
alimentando esa idea.
Y ni mencionar
noticias, rumores, charlas de café o de mesa donde el tema es a quién
secuestraron, cómo iban los encapuchados o de qué tamaño eran las armas.
La industria del miedo y la violencia es la más mainstream,
la más globalizada o, quizá el vehículo de la ideología imperante. Por
supuesto, somos actores inconscientes de este mundo. Desde hace años las
ideologías imperantes llenan nuestra realidad cotidiana sin que nosotros
podamos hacer nada más que encender la tele, emplearnos en algún sitio a cambio
del dinero necesario para descansar mirando la tele. Y absorber pasivamente lo
que emulamos en nuestros días.
Aldo Peralta
La violencia que, sin darnos cuenta, permitimos en el pasado
es la muerte que lloramos hoy y, si no nos detenemos un poco, será la forma del
mundo futuro, que permitimos con nuestros actos inconscientes de imitación y
nuestros enormes silencios.
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