Un pequeño control remoto, una caja tan hermosa y pequeña como la
mano de un bebé, plana y con apenas una decena de botones redondos, cayó de la
caja de una mudanza hacia la banqueta.
Ahí, abandonado, alejado para siempre del único sentido que había
tenido su vida hasta ese momento. Esperó.
Sin embargo, ¿qué puede esperar un control remoto alejado para
siempre de su aparato receptor?
Una mujer apresurada dando la mano a un niño comenzó a gritar:
"¡cómo se te ocurre levantar esa porquería!, no sabemos qué es... fuchi,
déjala ahí".
Sentió alguna mirada de pronto, patadas, movimientos bruscos que
lo cambiaban de lugar pero nada, era sólo un control sin sentido.
Él que tantas peleas había causado en su hogar.
Él que detenía toda actividad de la familia al desaparecer.
Él que le daba alegría y sentido a los seres, que sentía siempre
el calor de las manos, la calidez de las caricias todo el tiempo.
Durante la noche, lo despertó el sonido de palabras desordenadas,
apenas comprensibles. Un adicto perdido en sus ensoñaciones lo tomaba entre las
manos y le confesaba todo lo que no diría jamás en su hogar. Aquel objeto le
traía a cuenta su infancia, los padres y hermanos, la familia donde creció. El
control remoto sintió la calidez amable de antes, volvió por un momento a
sentir la gloria de tener un sentido en la vida, aunque fuera absurdo, aunque
fuera falso.
A la mañana siguiente el pequeño control remoto nuevamente estaba inútil
y vació de sentido, sucio en la calle. Unos adolescentes lo hallaron cuando
huían de la escuela, lo usaron para aventárselo lejos, volverlo falsa pelota de
futbol.
Entonces se dio cuenta de que su existencia era una ilusión, sólo
era un aditamento, una extensión del verdadero ser importante: la televisión.
Siendo tan grande no podría ser golpeada ni utilizada de ese modo, nadie le
faltaría al respeto ni la dejaría tirada, nadie…
Dos golpes secos acabaron de pronto con sus reflexiones. Sobre él pasaron
las llantas de un auto, reventando los circuitos, aventando las baterías,
dejando al control remoto reducido a basura electrónica, chips, cables,
circuitos deshechos y baterías reventadas.
Un barrendero levantó los restos y los puso en un tambo de basura.
Y este retrato no tiene final, ni feliz ni triste. Porque no hay
cielo ni redención para los aparatos electrónicos, porque pese a tantas horas y
tanta energía que la gente puso en ese pedazo de plástico no es más que eso al
final: un pedazo de plástico.
¿A quién le importa que ese cacharro fuera construido con petróleo,
con minerales de casi todas partes del mundo, con procesos impensables para la
naturaleza?
¿A quién le importan ese ser minúsculo reemplazable, anónimo, hecho
en serie?
Ya lo sé, si ni siquiera es un ser.
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