12/25/2009

Homenaje a Ryutaro Nakamura


Vi caer al ángel cuando estaba en casa de mi chica. Era costumbre que ella mirara televisión con sus padres, casi siempre teleseries cortas norteamericanas. Mientras ellos miraban la televisión yo observaba en el reflejo del monitor la calle.
No había entonces monitores de plasma, así que me divertía mucho mirando cómo perros y algunas personas caminaban por aquellos suburbios.
No hizo ruido la caída del ángel, pero en mí tronó algo dentro. El chasquido fue en todo el pecho, como si un frasco de aceite reventara dentro y bajara caliente por mi estómago; en su viscoso caer llegó hasta mis piernas y no pude menos que levantarme corriendo hacia la calle.
Nadie se dio cuenta. En ese momento el Doctor Caza descubría que la enfermedad del payaso era provocada por el colorante rojo de su nariz.
Afuera hacia viento. El otoño estaba llegando y recuerdo perfectamente la imagen que cambió mi vida:
El ruido de las hojas secas arrastradas por el viento.
Su mirada enorme y llena de un líquido tibio, como si fuera un lago verde cada uno de sus ojos sin pupilas.
Estaba desnudo el ángel, sus pechos pequeños y sus piernas delgadas, sus huesos marcados encima de la delgada piel dejaba ver las venas azules. No tenía sexo y sus movimientos eran los de un anfibio, bajo su cuerpo había un charco viscoso y transparente.
No pude acercarme y cuando traté de hacerlo, el automóvil de la hermana mayor de mi novia frenó ruidosamente justo encima del ángel. Luego del escándalo del freno volvió por un momento el ruido de las hojas secas. Al frente del auto estaba el cuerpo, lo que quedaba del ángel. Un charco azul, un montón de astillas y el rostro que -como el cadáver de cualquier otro animal- miraba hacia ningún lado.
La hermana de mi novia bajó del auto con saludándome a gritos, me besó casi en los labios, me abrazó, dejándome la ropa apestando a su perfume. Entró a su casa y, en ese momento, la puerta se volvió un abismo para mí.
Nunca más volví a pisar aquella casa, ni aquellas calles, ni siquiera volví a dejar que me llamaran como antes.
Junto al cadáver del ángel tiré las llaves de mi casa, de mi auto, de la oficina que compartía con papá, mi cartera con las tarjetas y las identificaciones. A cambio, tomé los ojos del ángel y partí, escuchando el ruido de las hojas secas en otoño, resbalando lentamente, anunciando el invierno.

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